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lunes, 3 de julio de 2017

Roja como el alba

La muerte.

          Todo termina en un viaje por barco que surca las olas del tiempo con la única compañía de una botella de agua salada. Y ahí estoy yo. Mis heridas arden a causa del sudor, y el conocido sabor a sangre que permanece en la boca de aquel cuya espada se ha hundido en demasiados pechos me mantiene cuerda.

          Hace no mucho tiempo que empuñé por primera vez un arma distinta de mi viejo arco de madera de roble, que, por aquel entonces, solo había usado para perseguir corzos hasta lo más profundo del bosque. Ahora, sin embargo, la presa no es otra que el enemigo situado frente a mí, a quien he de abatir si quiero conservar la vida. O lo que queda de ella.

          Es un hombre alto, vigoroso, que trata de intimidarme con su gesto feroz, su torva sonrisa y el brillo altivo en la mirada, propio del que desconoce la valía de su adversario. Después de todo, otros como él extendieron el mito que le fortalece: No hay nada más fácil que derrotar a una chica cuya espada es más grande que ella.

          Sé que se equivoca; he visto suplicar por su vida a otros más fuertes y poderosos, y es por eso que el corazón me late con fuerza mientras arremeto contra él, sin pensar, porque, aunque soy conocedora de mi valor, con cada gesto como ese se dispara una flecha directa a mi orgullo, tal vez al recordar que, hasta hace unos meses, quizá me hubiera sentido alagada de que aquel hombre, engalanado con su mejor uniforme, me invitase a bailar, tal vez porque me hace sentir como la muñeca de cristal que me habían obligado a ser: frágil. Pero, cuando el cristal se rompe, sus fragmentos se vuelven letales.

          Veo caer al soldado frente a mí, y por un breve instante, en sus ojos, negros e inexpresivos, contemplo el reflejo de una chica a la que me parezco: Asthea, la doncella de albeada tez, la llamaban. De ella solo queda el brillo de inocencia en sus pupilas verdes, como los bosques en los que hundía la mirada, oculto bajo un velo de sangre.

          Una vez hubo fiestas, lujosos vestidos y joyas; una fila de pretendientes deseosos de hacerse con su mano. Y estoy segura de que la habría entregado, en una noche que me resulta lejana, la misma en la que un ejército de bárbaros había irrumpido en el palacio. Entonces, al ver cómo uno de ellos mataba a su futuro prometido, aquella dama se entregó, pero su dueña desde ese instante fue la muerte.

          Y ahora no soy más que su sierva. El hecho de haber atravesado a un hombre, que me atacaba por la espalda, y no sentir más que la sangre salpicándome en el pecho, lo demuestra. Ya no me importa cuanto pueda llegar a gritar, revolverse o implorar por algo que ya no le pertenece. Si la orden es matar, yo asiento y obedezco.

          A veces, sobre todo cuando el frío de la noche y la soledad de ser la única chica en el campamento se adueñan de mi ánimo, recuerdo a esa Asthea. Ella jamás habría aceptado dormir al aire libre con una cota de malla rasgada y cubierta de barro, y el aire de la montaba cortando sus labios.
          —Corre—grita alguien, y me toma del brazo.

          El peligro se evidencia. Me giro, esquivo el golpe que por poco me mata y echo a correr justo antes de que otra espada me corte el paso.

          Aún recuerdo lo que sucedió. Las buenas doncellas nunca deben olvidar la primera vez que dejaron de sentirse como el trofeo de alguien más fuerte. Yo, desde luego, no lo he hecho. Soy consciente de lo que pasó; sé quién traicionó a quién y quién se sacrificó por quién, pero prefiero conservar la ingenuidad que una vez tuve, al menos, en lo que respecta a ese tema.

          Solo puedo servir a mi señora, jugar bien sus cartas y rezar al vacío para que el azar no me mate, porque no será la fortaleza o el valor de un enemigo el que me venza, sino la suerte de una espada más certera que la mía.

          Otro soldado cae al suelo. Ni una lágrima. Ni el más remoto arrepentimiento. Fui una señora a la que la guerra pudo convertir en esclava, pero que decidió luchar: antes no respondía por mis actos, y ahora sé que no debería hacerlo. Mi tez ya no es tan blanca, y mi alma se tiñe de rojo. Pero sé que no tengo elección y que, de una manera u otra, no podría haberla tenido.

          Mi barco se precipita hacia el abismo.


          La muerte.



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