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viernes, 12 de diciembre de 2014

LA COSTILLA DE EVA (parte 9)

            Los días pasan y apenas percibo ningún cambio, salvo el amor que florece día a día entre Peter y yo. Cuando quiero darme cuenta, ha pasado un año desde que me escapé con papá y ya no creo que nadie venga a buscarme.
            Peter y yo regresamos por el camino tras un día de caza decepcionante en el que solo ha podido cazar un pato malherido. Al llegar vemos arder todas las casas, entre ellas la de la vieja Pemba. Algo estalla dentro de mí. Me siento responsable. Si no me hubiera escapado, nadie hubiera descubierto nuestro escondite.Bajo a toda prisa las escaleras mientras preparo el arco, que todavía no aprendí a usar, aunque algo intimidará. Espero. Al llegar al final del camino, ya tengo la flecha preparada; sin embargo, no llego a soltarla. Frente a mi se alzan un grupo de guerreras de Sermaye guiadas por Iara y mi abuela.
            —¿Qué hacéis aquí?—les espeto dispuesta a cargar contra ellas.
            —Baja el arma, Isthar—me ordena Iara.
            —¡No me llames así!—casi grito—¿Qué habéis hecho con la vieja Pemba y los demás?
            —Sacrificarlos a la diosa madre por traidores—responde Esther, la que alguna vez fue mi abuela, mandando a un par de guardias que cojan a Peter. Lo llevan frente a mí sin que yo pueda hacer nada.
            —¡Soltadlo!—exijo.
            Mis manos se tambalean y la ira arde en mi pecho. Tenso el arco y apunto en dirección al corazón de Iara. Sé que fallaré, pero con la daga que guardo en el cinturón seguro que acierto.
            —No estás en posición de dar órdenes precisamente. Puedo hacer que toda tu nueva vida arda ante tus ojos. Con una sola orden Enna y esos yasak se consumirían en las llamas—explica Esther.
            —Es un farol. No harás daño a tu hija—respondo, impasible en apariencia.
            —Ponme a prueba. Hace tiempo que Enna dejó de significar nada para mí.
            Sus palabras son corroboradas con los gritos de mi familia que provienen del interior y pierdo la concentración, haciendo que la flecha se pierda entre la inmensidad.
            —¿Qué queréis que haga?—pregunto.
            —¡Suelta el arco y sométete a la sociedad de una vez!—grita mi antigua abuela.
            Yo obedezco y me dejo llevar por las guardianas al lado de Peter. Iara coge el arco y lo prende, arrojándolo sobre el techo de mi casa, que arde ante mis ojos. Me han engañado. Quiero desprenderme de los brazos que me sostienen e ir a socorrerlos pero, por más que pataleo, no puedo. Hago un intento por sacar la daga de mi cinturón, pero termina en mi cuello. Escucho los gritos desesperados de mi madre y hermanos y me siento impotente. No puedo moverme. Chillo sus nombres intentando hacer algo por ellos mientras mi rostro se baña por las lágrimas. Soy incapaz. El tejado de la vivienda se desploma sobre ellos y dejo de escuchar sus súplicas desesperadas. Minutos después, un silencio sepulcral invade lo que, hasta día de hoy, fue un lugar tranquilo. Estoy segura de que han muerto, todos. A partir de ese instante, el mundo se detiene y, antes de marcharnos, veo cómo Iara arroja un objeto redondeado a la hoguera, que brilla mostrando una «S» y un «666». He sido yo, yo las he conducido hasta aquí. ¿Quién me mandaba? Cierro los ojos con la esperanza de despertar de una pesadilla.
            Al abrirlos me encuentro en la sala del templo situada antes de la tribuna que da al campo de sacrificios. Intento incorporarme sin conseguirlo. Varias cuerdas me mantienen atada al diván y estoy convencida de que no podré escapar. Un rato más tarde aparecen dos guardias que me desatan y me acompañan a las escaleras que dan a la arena. Al llegar abajo ponen sobre mis manos una daga y se marchan. Dirijo la vista hacia el estrado, tratando de vislumbrar la silueta de alguna de las consejeras. Por primera vez, las encuentro a todas reunidas, con la mirada clavada en mí.
          —Isthar, por ser nieta de una de las consejeras se te perdona la vida pero ya no podrás acceder al cargo. Tras hacer el sacrificio, ingresarás en el templo que hay más allá de las montañas que rodean Sermaye y dedicarás tu vida a honrar a la diosa madre a la que ofendiste con tu traición.
         No respondo ni hago ningún movimiento. Sólo un gesto de desafío en la mirada. Otra vez me tiembla el cuerpo cuando veo cómo la puerta que tengo frente a mí se abre. Las dos guardias  acompañan a mi víctima y lo arrodillan ante mí. La rabia me invade al ver que se trata de Peter.
         Ya han decidido mi futuro. Parece que el mundo se empeña en convertirme en una asesina, en que renuncie al amor. Y yo no quiero hacerlo. Me niego a seguir los pasos de la Costilla de Eva y tampoco pretenderé borrar los crímenes que caen sobre mi ascendencia con la sangre. Me arrodillo a Peter y le susurro unas palabras de despedida al oído. Después le beso y me parece como siempre, como cuando estábamos en el bosque o en casa. Las lágrimas de deslizan sobre nuestros rostros porque estamos convencidos de que este será el último que nos demos. El mundo, que se había detenido durante estos breves instantes, resurge. La tribuna está horrorizada ante mi gesto de rebeldía, pero no me importa. Me da igual lo que piense el mundo. No me dejaré dominar por él, no volveré a pertenecerle.
           Vuelvo al principio de la historia que comenzó hace un año y que terminará en unos segundos. Hoy estoy segura de que hay errores que ni con tu sangre puedes borrar, sé que hay situaciones que ni con todo el oro de Kadinlar se pueden comprar y también conozco amores que pase lo que pase no puedes dejar de sentir. Mi nodriza Marla estaba en lo cierto. Me reconforta pensar que moriré habiendo sentido ese pálpito desenfrenado que se siente al estar enamorado y me alegra pensar que el primero y el último en rozar mis labios fue Peter. Le dirijo una última mirada y, a continuación, me vuelvo hacia la tribuna, sonrío, alzo la daga y corto las venas de mis muñecas. La sangre comienza a salir y, antes de caer y cerrar los ojos para no volver a abrirlos, grito unas últimas palabras exhalando mi último aliento: «Hunc ego fidem».

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  • Crónicas de la Torre, la maldición del Maestro. Laura Gallego
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