En ese momento escucho el relinchar
de un caballo y saco la cabeza por la ventana para comprobar de quién se trata.
Al ver que es el carro dorado que me llevará al templo, me dan ganas de
lanzarles un cubo de agua y gritarles que se marchen, pero no lo hago. Antes de
salir me pongo un medallón dorado con un número grabado, el 666, y una S en la
parte de atrás, al que le falta un pedazo en la parte inferior y que, una vez
perteneció a mi madre. Mi abuela protesta a media voz al ver que pienso
llevarlo puesto durante la ceremonia, aunque no dice nada porque sabe que es lo
único que me queda de ella y que sería inútil intentar que me lo quitara. Bajo
las escaleras hasta el patio con la cabeza alta y monto con mi abuela en la
plataforma sin decir palabra.
Se
ponen en marcha una vez nos hemos acomodado y yo me tengo que agarrar a la
superficie de metal para no caer. En cuanto salimos de la villa en la que
vivimos, aparecen dos series de casas de piedra de una planta con jardín. Mi
abuela disfruta del paisaje y yo intento hacer lo mismo, sin conseguirlo. Si se
hubiera tratado de otra ocasión, tal vez lo hubiera hecho, pero hoy no. Todas nos
saludan al pasar junto a ellas. Mi abuela dice que lo hacen por respeto y
agradecimiento y yo pienso que solo lo hacen por obligación. ¿Agradecimiento?
¿De dónde se sacó eso? Nadie la debe nada ni a ella ni al Consejo, más bien al
revés. Deberían dar gracias de que una noche la plebe no les prenda fuego a sus
hogares. Pese a mi postura, que como de costumbre es bastante diferente a la de
mi abuela, comprendo por qué lo hacen. La última vez que una plebeya se atrevió
a no saludar, no quedaron de ella ni la suela de sus zapatos.
En
una hora hemos llegado a las escalinatas que dan acceso al templo. Allí hay una
gran multitud de chicas de mi edad que, al igual que yo, harán el sacrificio.
Todas están conformes y sonríen satisfechas, sabiendo que por fin su opinión
será escuchada y que podrán llamarse mujeres. Yo me pregunto, ¿qué importa eso?
Si creen que se les tendrá en cuenta a la hora de tomar decisiones se
equivocan. En Kadinlar el único que tiene poder es el Consejo. Si no formas
parte de él, ya puedes ir olvidándote de decidir.
Busco
el final de la cola y no soy capaz de encontrarlo. Cuando voy a echar a andar
hacia él, mi abuela me detiene.
—Eso
es para el pueblo llano. Tú lo harás después de presenciar los demás—mientras
habla, me empuja hacia los escalones.
Casi
había llegado a olvidar que mi abuela forma parte del gobierno, al igual que su
madre y al igual que yo estoy destinada a hacerlo. Los puestos son
hereditarios. ¡Y luego hablan de igualdad de decisión y de «mujeres libres»!
¡Si ya!
Cuando
estamos en la entrada del templo, escucho unos gritos y unos pasos apresurados.
Antes de darme cuenta, alguien me empuja y los dos caemos rodando hasta la
parte de abajo. Siento cómo mi cabeza se golpea contra el último escalón y,
antes de perder la consciencia, miro hacia arriba y veo los ojos verdes de un
chico de mi edad. Luego todo se vuelve oscuro.
Me
despierto en una sala amplia, con lujosas cortinas bordadas en oro y varios
candelabros iluminando las entradas. Una a mi derecha y la otra detrás. A la
izquierda hay un balcón que, a pesar de no poder ver pues está cubierto por una
cortina, estoy segura de que dará a la tribuna que hay en el campo de
sacrificios. La habitación tiene pocos muebles; además del diván en el que
estoy recostada, solo hay un par de sillas de madera y una mesa con un pequeño
banquete. La cortina se agita y escucho que alguien se acerca por lo que vuelvo
a cerrar los ojos.
—Siempre
tiene que dar el espectáculo—escucho, y reconozco que se trata de la voz de mi
abuela.
—Isthar
no ha tenido la culpa esta vez—la que responde es Iara, la presidenta del
Consejo.
Iara
me acaricia la mejilla y noto su gélida piel que me dan ganas de morder. Si hay
algo que deteste por encima de todo es que me llamen por mi nombre completo del que, pese a las continuas
insistencias de mi abuela, a mí me parece el de una asesina que exige que las
demás también tengamos que serlo. No, yo no soy como ella y, por mucho que sea
una diosa, jamás querré parecerme. Hace tiempo que decidí que si alguien quiere
algo de mí que me llame Ettie y si no, ¡que no me llame!
—¿Y
la cara de boba que se le ha quedado cuando ese yasak ha caído encima
suya?—insiste mi abuela.
Sé
que siempre tiene algo que reprocharme pero podía dejar de hacerlo en público.
Yo no voy soltando las estupideces que me dice a lo largo del día cuando estoy
con mis amigas, aunque, la verdad, no tengo nadie a quien contárselas. ¡Pero
esa no es la cuestión! Me he caído por unas escaleras, ¿acaso importa más la
actitud que haya mostrado ante aquel chico que el golpe que podría haberme
matado?
—Es
que no está acostumbrada a ser un personaje público. Verás cómo dentro de unos
días y después de la instrucción no vuelve a poner esa cara.
—¿Qué
instrucción?—intervengo, abandonando mi propósito de hacerme la dormida.
CONTINUARÁ...
No hay comentarios:
Publicar un comentario